Nos recorrimos Yangón de punta a punta. Caminamos, viajamos en tren y en colectivo. Nos dejamos perder por sus calles y su gente, sus veredas rotas, sus edificios despintados y sus pagodas doradas y brillantes.
Siempre que dejamos atrás un lugar nos gusta charlar sobre lo que nos dejó, sobre la sensación que tuvo uno y la del otro.
“No me gustó”, fulminé. Agus apoyó la moción.
Caminar por Yangón nos recordó a varios lugares en los que estuvimos: una pizca de Perú y sus insoportables bocinazos, las veredas rotas y los edificios venidos abajo de La Habana, y la devoción a una religión donando hasta lo que no se tiene como lo vi en Samoa. Eso sí, acá vimos caras que nos transmitieron sensaciones que no tuvimos antes. Rostros de un pueblo olvidado que fue marginado durante años por una dictadura y que al día de hoy todavía intentan levantarse pero todo un contexto que los sigue hundiendo bajo su pulgar.
Durante estos tres días buscamos constantemente una devolución de sonrisas, acercarnos un poco a la gente y poder interactuar. Algunos respondieron, otros no y fuimos capaces de hasta molestarnos por eso. Hay que ser pelotudo eh. Por suerte no tardamos en entrar en razón y cuando vemos a los nenes de un orfanato jugando a la pelota, celebrando un gol y esperando nuestros aplausos mientras sus padres –si es que aún están vivos- pelean en una guerra civil al norte del país, el corazón se nos inunda de tristeza.
Pero se pone peor. Porque cuando visitamos la Pagoda, a la que arquitectónicamente no hay nada que criticarle y es maravillosamente hermosa, nos empaña la vista su oro, sus joyas y sus cajas de donaciones. Y esa gente que está en la calle peleando como puede por salir adelante, se entrega por completo. Y es ahí cuando me revuelve el estómago y le insisto una vez más. “No soporto tanta desigualdad, no me gusta, no me gustó Yangón”.

Y si nos quedaban dudas de la herida que sigue sangrando, cada vez que le preguntábamos algo a Thura sobre los militares, nos respondía con respuestas evasivas y en voz baja. La democracia llegó a Myanmar, si, no así la seguridad de vivir en ella.
Igual, el cambio en Yangón se está comenzando a hacer notar, aunque a paso MUY lento. Muchos de los edificios antiguos se encuentran en remodelación; se puede ver como también se comienzan a construir otros más modernos; algunos negocios de comida chatarra (un KFC y un Pizza Hut en la zona más “lujosa” de Yangón), la bienvenida a Coca Cola, Red Bull y otras marcas internacionales, demuestra que Myanmar se está transformando y le está abriendo las puertas al mundo. Esperemos que para bien.
Yangón nos deja una gran contradicción. La pobreza se respira a cada paso que damos, como así también la apertura a empresas del extranjero, las cuales uno piensa que serán fructíferas para un país que durante tantos años ha tenido que sobrevivir como pudo. ¿Será Myanmar la regla a la excepción del turismo masivo e irresponsable, del lugareño que se quiere aprovechar del turista, del país que crece para unos pocos mientras que los que menos tienen siguen sin recibir nada? Estas, entre tantas preguntas nos dejó Yangón. Y este viaje recién empieza. Esperemos que algunas se vayan contestando en nuestro paso por este país.