Ayer íbamos en moto por la isla Koh Lanta en Tailandia cuando de repente, en un costado de la ruta, lo vi: mi animal favorito en el mundo moviendo sus enormes orejas. Con su trompa agarraba enormes hojas verdes y se las llevaba hacia su boca. Juro que saboreaba el momento con él. Perdón, ella. Ella que entre sus patas traseras escondía a un elefante bebé, Sam.

Imaginen ese momento lo maricona que soy.

No contuve las lágrimas. Primero de emoción, después de bronca. Una pesada cadena ataba la pata de la elefante y cuando me acerqué comprendí que todo el espacio que tenían era ese lugar de 5×5.

No tardó mucho en aparecer un señor que me invitó a darles de comer frutas. A su lado, una cajita indicaba que aceptaba colaboraciones por permitirte el encuentro con los animales. Le agradecí pero me negué. No me dieron ganas de ser parte de eso.

Así como bajé inmediatamente de la moto para ir a verlos, igual de rápido me volví a subir para irme de ahí.

Ayer no vi uno, vi varios elefantes a lo largo de toda la ruta. Muchos atados, en vidrieras “naturales”; otros andando con sillas y turistas encima.

Pese a que uno sabe que estas cosas suceden en todos lados, verlas en vivo te plantean mil interrogantes que resumen en uno: ¿Cuánto nos falta para lograr un turismo responsable?

Nota 1: El tipo de la historia tal vez ni maltrate al animal, espero que se entienda el punto en cuestión. Por otro lado al que le interese el tema “elefantes” puede googlear cómo es el proceso que utilizan la mayoría de los lugares donde te invitan a montarlos para que el elefante obedezca.

Nota 2: Recomendamos el sitio http://turismo-responsable.com/ para informarse más

Nota 3: Tendremos revancha con los elefantes y en un buen lugar donde los cuidan, por ahora, hay que esperar.

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